Pero el otro día me dejé seducir por un escultor checoslovaco, jovencísimo, desconocido, albino, que se llama Matiegka.
—Venga —me dijo—. Verá usted lo que no se podrá ver en ningún museo, en ninguna exposición del mundo. He creado, después de milenios, una nueva escultura, jamás realizada por nadie.
[…] Y diciendo esto, Matiegka, con sus delicadas manos, descubrió el trípode que estaba en medio del estudio y colocó en él una pasta negruzca a la que prendió fuego. Una densa y espesa columna de humo se alzó, recta, sobre el brasero. El fantástico escultor tomó una especie de larga paleta en su diestra y otra en la siniestra y comenzó velozmente su trabajo, girando en torno al alargado globo de humo, ayudándose, además de con los instrumentos, con los brazos y el aliento. En menos de un minuto la oscura columna había tomado el aspecto de una figura humana; de un fantasma gris que a cada instante amenazaba deshacerse. La masa ascendente se iba reduciendo en la cima hasta parecer una cabeza, y, con un poco de buena voluntad, se podía distinguir una tenue nariz y el inicio de un mentón. El humo, voluminoso y graso, como el que sale de las viejas locomotoras paradas, se dejaba cortar por los movimientos concisos de la paleta. Matiegka, palidísimo, se movía como un condenado: ya ahuyentaba el humo que intentaba reunir ambas piernas, ya soplaba ligeramente sobre los hombros de la aérea estatua para hacerlos más verosímiles, ya alejaba el halo humeante que impedía percibir las líneas de la obra. Finalmente, se separó, se acercó a mí y me gritó:
—¡Mírelo! ¡Pronto! ¡Imprima usted esa forma en la memoria! ¡Dentro de pocos minutos la estatua se desvanecerá como una melodía que se acaba!
Efectivamente, poco a poco, el humo, alargándose, la deformaba; el fantasma se deshizo, se disolvió en una niebla oscura que, lentamente, desaparecía por una abertura de la claraboya.
—¡La obra maestra ha muerto, como mueren todas las obras maestras! —exclamó Matiegka—. ¿Qué importa? Puedo hacer cuantas quiera. Cada obra es única y debe bastar para la alegría de un momento único. Que una estatua dure diez siglos o diez segundos, ¿qué diferencia supone con relación a lo eterno, si tanto la de mármol como la de humo tienen que desaparecer al fin?
Dejé a Matiegka con su entusiasmo, tras de haber ensalzado lo mejor que supe la innegable originalidad de su arte.
Volviendo hacia el hotel pensaba para mí que la nueva escultura tiene, para los mecenas económicos, un mérito enorme: no puede ser conservada ni transportada y, por tanto, tampoco puede ser comprada. "
Giovanni Papini: Gog, trad. de A. de Ben y J. M. Velloso.
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